miércoles, 12 de diciembre de 2007

LAS ENSEÑANZAS DE KRYON - QUIÉN Y EL GRAN VIENTO


Dios nos ha prometido que cumplir con "nuestro con­trato " significa vivir nuestra pasión. También significa que estaremos en el lugar correcto en el momento adecua­do para todo lo que hemos planificado para nosotros mis­mos en esta vida. Esta es una historia que puede que les haga pensar dos veces sobre lo que ustedes creen que es "el lugar correcto en el momento adecuado."

Quién es un nom­bre que damos a ese humano que camina sobre el pla­neta. Quién no tiene la intención de representar a un hombre o a una mujer, pues cuando ustedes no están aquí no son ni lo uno ni lo otro. Pero para el propó­sito de esta historia y para facilitar la traducción Quién será un hombre. Y el título de esta historia y de este viaje es "Quién y el gran viento".

Quién era un individuo iluminado. Vivía en una isla muy pequeña, junto con otras gentes. Llevaba una buena vida, pues estaba realmente en el camino espi­ritual. Podríamos llamar a Quién un guerrero de la luz, pues de hecho meditaba y seguía a Dios. Tenía hijos exquisitos a los que enseñaba la esencia de Dios a través de su amor. Quién era muy querido por sus vecinos, pues todos reconocían que se trataba de un buen hombre. Así pues, nos lo encontramos viviendo en la isla, donde Quién decía diariamente: "Oh, Dios, te amo. Deseo tanto cumplir con mi contrato, estar en el lugar correcto y en el momento adecuado. Eso es lo que deseo".

A medida que Quién progresó en su vida, año tras año, bajando diariamente a la playa, y con el sonido del oleaje en sus oídos, se acercaba todo lo que podía al agua sin mojarse y allí se sentaba. Entonces decía:

"Oh, Dios, sitúame justo allí donde pertenezco. No me importa que eso me aleje de aquí. Deseo estar en mi lugar dulce, en mi contrato." Como pueden ver, Quién hacia todo esto correctamente y era muy hon­rado por ello. Quién también decía: "Y en esta Nueva Era, oh, querido Dios, hay algo que realmente me gustaría recibir como don. Sé que hay muchos que nunca lo consiguen, pero si es apropiado, permíteme que vea a mis guías. Aunque sea sólo una vez". Ahora conocen, pues, el funcionamiento interno de la vida de Quién y de su mente. Ese era Quién.

A la isla se acercó una tormenta de una gran fero­cidad. Quién se asusto, pues parecía como si aquella tormenta fuera a pasar justo sobre su casa. En cientos de años nunca se había producido una tormenta como ésta, pues era realmente grande. A medida que se aproximaba, fueron muchos los que abandonaron la isla. Pero Quién se quedó en ella, sabiendo muy bien que estaría en el lugar correcto y en el momento adecuado, tal y como había cocreado él mismo. Quién esperaba que el viento cambiara milagrosa­mente de curso en cualquier momento. Pero no fue así. En lugar de esto, no hizo sino empeorar y empe­orar. Todos se encerraron en sus casas y se les dijo:

"No salgan al exterior. Sufrirán daños si lo hacen".

Así pues, la gente se quedó en sus casas y observaron los vientos que llegaban y las aguas que se elevaban. Vieron cómo empezaban a desintegrarse fragmentos de sus casas, y experimentaron mucho temor. Pero Quién guardó silencio. Ya no hablaba más con Dios, porque se sentía enojado con él. De hecho estaba loco, pues tenía la sensación de haber sido traicionado.

-He pedido una cosa durante muchos años, y ¿cómo es que cuando llega el momento no la obten­go? -dijo Quién.

Y los vientos se hicieron más fuertes y Quién esta­ba cada vez más enfadado.

-¡Dios no nos ha sacado a mí y a mi familia de este sitio inadecuado! -gritaba Quién desesperado al oír y sentir como el porche de la parte posterior de su casa se separaba del resto del edificio. Entonces hubo un apagón. Quién oyó a los camiones que iban por la calle recogiendo a la gente. Los altavoces anunciaban:

En sus casas ya no están seguros. Suban a estos camio­nes mientras puedan. Vamos a evacuarles a la escuela, que es un edificio sólido. Allí encontrarán abrigo seguro.

Los grandes camiones recorrieron las calles para recoger a todas las personas de la isla y llevarlas a las diversas escuelas e iglesias. Quién terminó por hallar­se en una de las escuelas más grandes, que se encon­traba cerca de su casa. El y su familia se mantuvieron abrazados durante el corto viaje entre el camión y la escuela, con muchos otros vecinos, luchando contra el viento y la fuerte lluvia para llegar a la entrada del edi­ficio. Una vez dentro, miró las caras mojadas de sus vecinos, pálidos y temerosos; pero en los ojos de Quién sólo había enfado con Dios por encontrarse en tal situación. Bajaron todos por las escaleras hacia el sótano del gran edificio. Mientras se acurrucaban en el sótano, donde creían estar más a salvo, la energía eléctrica también falló allí, y se quedaron a oscuras. Se sacaron las velas, pero entonces empezó a entrar el agua, y los vientos empezaron a desgarrar la fibra misma del cemento de la escuela. Empezaron a escu­charse los gemidos del cemento y de la madera que se requebrajaban. Se abrazaron los unos a los otros, en la oscuridad, aterrorizados, sin producir ningún sonido.

Entonces Quién llegó a una conclusión insólita. Se dio cuenta de que no tenía miedo. Se sentía muy encolerizado, pero no tenía miedo. Miró a su alrede­dor y vio a los que se abrazaban en los pasillos, con el agua hasta los tobillos, helados, sin ningún calor ni luz, puesto que las velas sólo duraron una hora. También observó su terror. Pues fueron muchos los que aquella noche sintieron que todo el grupo iba a morir. ¿Cómo podía ser de otro modo, si se les había dicho que el ojo del huracán no estaba sobre ellos y que debían esperar algo todavía peor. Si la escuela se desintegraba, seguramente se encontrarían a merced de aquellos elementos, del viento y de la lluvia. Ninguno de los humanos que se encontraban allí aquella noche había experimentado antes el poder de la naturaleza tal como lo estaban viviendo entonces.

Quién se levantó del lugar donde había estado sen­tado, sumido de ira. Abrazó a su familia y dijo:

—Aquí hay trabajo que hacer. Estaréis a salvo. Miró a sus hijos a los ojos y les dijo:

—Mirad, no hay ningún temor en mis ojos, pues se me ha prometido que estaremos a salvo.

Luego Quién se alejó y empezó a ir de un vecino a otro, de un grupo a otro. Les habló de su amor por Dios y les dijo que Dios nunca le había fallado. Les aseguró que estarían a salvo, y les impartió el amor que sólo puede proceder de un ser humano iluminado. Al alejarse de cada grupo se daba cuenta de que el temor también les abandonaba y que ahora se sentían llenos de esperanza como si se hubiera disipado una nube oscura. Algunos de los grupos empezaron a entonar canciones, de modo que en lugar del más puro temor y del silencio de antes, eso se vio sustituido por el soni­do de los cánticos. Algunos de los grupos empezaron a reír mientras contaban historias humorísticas que les habían sucedido en sus vidas, con lo que el temor dis­minuyó aún más. El temor desapareció.

Quién, mientras, iba de un grupo a otro, realizó su trabajo durante toda aquella noche. Y como por una especie de milagro, el ojo de la tormenta nunca llegó a ellos. En lugar de eso, la tormenta invirtió su curso y siguió su camino, disminuyendo lentamente de intensidad, en lugar de intensificarse. Así que, aproxi­madamente cuando Quién terminó de realizar su tra­bajo, la tormenta ya se había reducido lo suficiente como para que se les diera la noticia de que ya podía regresar a sus casas en los mismos camiones que les habían traído a la escuela. El sol empezaba a salir, y Quién se dio cuenta entonces de que habían perma­necido allí toda la noche. Al salir al exterior compro­baron que los vientos habían desaparecido casi por completo. ¡Qué rápidamente se había retirado la tor­menta! Los pájaros volvían a cantar y el sol salía de nuevo, y las gentes regresaron a sus casas. Oh, y algu­nos de ellos tuvieron mucha pena, pues sus casas habían quedado destruidas. Y, oh, sí, Quién se encon­tró entre aquellos de sus vecinos que comprobaron que el techo y el porche de su casa habían desapareci­do y que el agua había entrado y les había estropeado muchas cosas.

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